Pobre canica
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La Historia demuestra que el miedo puede conseguir que se encuentre deseable hasta lo más estúpido; por ejemplo, la guerra nuclear
Hay viajes que pueden ser el último, y no sólo para una persona, sino para una nación, una civilización, un planeta entero. En general, suelen estar entre lo real y lo inventado, como tantas cosas; pero también hay viajes del todo inexistentes y, por lo visto, son más peligrosos de la cuenta cuando los turistas de la alucinación son las máquinas: por ejemplo, los varios cientos de misiles intercontinentales de la Unión Soviética que supuestamente salieron de aventura un 9 de noviembre de 1979. Como se sabe, la humanidad estuvo a un tris de desaparecer aquel día por un error de una computadora del Comando de Defensa Aeroespacial de EEUU (NORAD, por sus siglas en inglés) y, aunque la chapuza se recuerde más por la película Juegos de Guerra –y el sinfín de películas que alimentó, empezando por la saga de Terminator–, lo cierto es que nos salvamos de milagro.
Cuatro años después, un nuevo error de nuestras más inteligentes amigas artificiales se topó in extremis con la inteligencia natural y el sentido común del teniente general soviético Stanislav Petrov, quien decidió que la Tierra no iba a ser una brasa porque a un satélite y otro ordenador se le hubieran cruzado los cables de mala manera. De no haber sido por su intervención, la gran “canica azul” de la fotografía de la sexta misión del Apolo 17 habría terminado convertida en un tzompantli (muro de cráneos azteca) descomunalmente mayor que el que describe Andrés de Tapia (1497–1561) en su famosa y breve Relación de algunas cosas, que apenas tenía –afirma el militar y cronista– “ciento treinta y seis mil cabezas”. Hizo bien Peter Anthony al rodar un documental sobre el ya fallecido héroe de Vladivostok y ponerle el título de El hombre que salvó el mundo y, desde el campo de la novela, tampoco erró Eduardo Sguiglia al utilizarlo como eje de ese viaje por la experiencia de la URSS que es La redención del camarada Petrov.
No sé cómo se acabó llamando “incidente del equinoccio de otoño” a ese incidente en concreto, con la cantidad de incidentes que coinciden con equinoccios y solsticios. Dudo que alguien tuviera sentido del humor y se acordara de cierto poema de Charles Tomlinson –de nombre similar– donde se narra la bárbara invasión de un ejército de osos que acaban abatidos por los carabinieri; más que nada, porque los osos no eran rusos; pero creo que, si alguna vez ocurre lo que nadie quiere, será por un vulgar fallo o porque todo se gasta en algún momento, como el “viejo hopi hacedor de muñecas” del poeta británico en Una muerte en el desierto, a quien se presenta la Parca mientras saca “a un burro a golpes/ de su trozo de tierra” (Poemas. Cuadernos Hispanoamericanos, n.º 545). De hecho, lo más improbable es lo que venden siempre los propagandistas de la escalada de armamentos: que un enemigo externo pulse el botón rojo y provoque una excursión de las dos mil cabezas nucleares que se mantienen operativas, es decir, con las maletas preparadas y el vuelo a punto.
Ahora bien, la historia demuestra que el miedo puede conseguir que se encuentre deseable hasta lo más estúpido. Como definición de nuestra especie, “animal racional” roza la ingenuidad en comparación con “animal de costumbres”; pensar cuesta más que seguir rutinas y, si los malos hábitos se extienden en exceso, etcétera, etcétera. En mi opinión, no estamos en la época de las alucinaciones por casualidad. Cuando los Bush y compañía se inventaron términos de guardería infantil como “eje del mal” y “guerra contra el terror”, quien más y quien menos pensó que el Pentágono había bajado el sueldo a sus guionistas de cine; ahora, la mayoría de las secciones internacionales de los medios están abarrotadas de lobos feroces persiguiendo a Caperucita, con el agravante de que, si acaso, la realidad tiende a estar más cerca del Érase una vez de José Agustín Goytisolo (no se anden con tonterías: busquen su Poesía completa). Esa es la “nueva seriedad” y, si en ella cabe una disparatada Invasión de los ultraokupas que destruye un paraíso de humildes rentistas, por qué no va a caber un sano y civilizado Hongo Atómico.
Sin ánimo de ser macabro, el aniversario del error del NORAD no es el único de importancia histórica que se cumple este domingo: el 9 de noviembre de 1965, un activista del progresista Catholic Worker Movement (Roger Allen LaPorte) se inmoló ante la sede de la ONU en protesta por la guerra de Vietnam, donde EEUU no llegó a usar armamento nuclear porque Lyndon B. Johnson se enteró a tiempo de los planes del general Westmoreland. Desde luego, no seré yo quien defienda la inmolación como forma de protesta; me parece que vivir es más útil que morir, y que lo es todavía más tratándose de personas que trabajan por el prójimo; pero, aunque sean manifestaciones excepcionales, hay algo profundamente esclarecedor en el hecho de que ese fuego pasara en poco más de cincuenta años del sacrificio de personas como Allen LaPorte y Alice Herz a la quema de mendigos y casas de inmigrantes. Como afirma un conocido refrán, para semejante viaje no hacían falta alforjas.
En espera de las alegrías civilizatorias que nos pueda deparar el futuro inmediato, les recomendaré tres libros de viajeros de claras intenciones militares –las dos primeras, contra el imperio otomano– que, sin embargo, y a diferencia del tipo de información que se ha generalizado en nuestros días, son también ejemplares en el respeto y conocimiento del contrario, además de ser grandes obras en los tres casos: La embajada a Tamorlán (1406), de Ruiz González de Clavijo; El viaje de Turquía (1558), atribuido últimamente a López de Gómara o Bernardo de Quirós (el médico de Felipe II, no el dramaturgo del Siglo de Oro) y, por supuesto, ya que mencioné al principio a Andrés de Tapia, la imprescindible Historia verdadera de la conquista de Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo, que no se publicó hasta 1632. Al leerlos, se tiene la impresión de que no es su cultura política general la que está entre 600 y 400 años por detrás de la que juega con misiles nucleares, sino al revés. Menos mal que siempre habrá un Petrov decidido a salvar la canica azul.
Hay viajes que pueden ser el último, y no sólo para una persona, sino para una nación, una civilización, un planeta entero. En general, suelen estar entre lo real y lo inventado, como tantas cosas; pero también hay viajes del todo inexistentes y, por lo visto, son más peligrosos de la cuenta cuando los turistas de la alucinación son las máquinas: por ejemplo, los varios cientos de misiles intercontinentales de la Unión Soviética que supuestamente salieron de aventura un 9 de noviembre de 1979. Como se sabe, la humanidad estuvo a un tris de desaparecer aquel día por un error de una computadora del Comando de Defensa Aeroespacial de EEUU (NORAD, por sus siglas en inglés) y, aunque la chapuza se recuerde más por la película Juegos de Guerra –y el sinfín de películas que alimentó, empezando por la saga de Terminator–, lo cierto es que nos salvamos de milagro.
Cuatro años después, un nuevo error de nuestras más inteligentes amigas artificiales se topó in extremis con la inteligencia natural y el sentido común del teniente general soviético Stanislav Petrov, quien decidió que la Tierra no iba a ser una brasa porque a un satélite y otro ordenador se le hubieran cruzado los cables de mala manera. De no haber sido por su intervención, la gran “canica azul” de la fotografía de la sexta misión del Apolo 17 habría terminado convertida en un tzompantli (muro de cráneos azteca) descomunalmente mayor que el que describe Andrés de Tapia (1497–1561) en su famosa y breve Relación de algunas cosas, que apenas tenía –afirma el militar y cronista– “ciento treinta y seis mil cabezas”. Hizo bien Peter Anthony al rodar un documental sobre el ya fallecido héroe de Vladivostok y ponerle el título de El hombre que salvó el mundo y, desde el campo de la novela, tampoco erró Eduardo Sguiglia al utilizarlo como eje de ese viaje por la experiencia de la URSS que es La redención del camarada Petrov.
No sé cómo se acabó llamando “incidente del equinoccio de otoño” a ese incidente en concreto, con la cantidad de incidentes que coinciden con equinoccios y solsticios. Dudo que alguien tuviera sentido del humor y se acordara de cierto poema de Charles Tomlinson –de nombre similar– donde se narra la bárbara invasión de un ejército de osos que acaban abatidos por los carabinieri; más que nada, porque los osos no eran rusos; pero creo que, si alguna vez ocurre lo que nadie quiere, será por un vulgar fallo o porque todo se gasta en algún momento, como el “viejo hopi hacedor de muñecas” del poeta británico en Una muerte en el desierto, a quien se presenta la Parca mientras saca “a un burro a golpes/ de su trozo de tierra” (Poemas. Cuadernos Hispanoamericanos, n.º 545). De hecho, lo más improbable es lo que venden siempre los propagandistas de la escalada de armamentos: que un enemigo externo pulse el botón rojo y provoque una excursión de las dos mil cabezas nucleares que se mantienen operativas, es decir, con las maletas preparadas y el vuelo a punto.
Ahora bien, la historia demuestra que el miedo puede conseguir que se encuentre deseable hasta lo más estúpido. Como definición de nuestra especie, “animal racional” roza la ingenuidad en comparación con “animal de costumbres”; pensar cuesta más que seguir rutinas y, si los malos hábitos se extienden en exceso, etcétera, etcétera. En mi opinión, no estamos en la época de las alucinaciones por casualidad. Cuando los Bush y compañía se inventaron términos de guardería infantil como “eje del mal” y “guerra contra el terror”, quien más y quien menos pensó que el Pentágono había bajado el sueldo a sus guionistas de cine; ahora, la mayoría de las secciones internacionales de los medios están abarrotadas de lobos feroces persiguiendo a Caperucita, con el agravante de que, si acaso, la realidad tiende a estar más cerca del Érase una vez de José Agustín Goytisolo (no se anden con tonterías: busquen su Poesía completa). Esa es la “nueva seriedad” y, si en ella cabe una disparatada Invasión de los ultraokupas que destruye un paraíso de humildes rentistas, por qué no va a caber un sano y civilizado Hongo Atómico.
Sin ánimo de ser macabro, el aniversario del error del NORAD no es el único de importancia histórica que se cumple este domingo: el 9 de noviembre de 1965, un activista del progresista Catholic Worker Movement (Roger Allen LaPorte) se inmoló ante la sede de la ONU en protesta por la guerra de Vietnam, donde EEUU no llegó a usar armamento nuclear porque Lyndon B. Johnson se enteró a tiempo de los planes del general Westmoreland. Desde luego, no seré yo quien defienda la inmolación como forma de protesta; me parece que vivir es más útil que morir, y que lo es todavía más tratándose de personas que trabajan por el prójimo; pero, aunque sean manifestaciones excepcionales, hay algo profundamente esclarecedor en el hecho de que ese fuego pasara en poco más de cincuenta años del sacrificio de personas como Allen LaPorte y Alice Herz a la quema de mendigos y casas de inmigrantes. Como afirma un conocido refrán, para semejante viaje no hacían falta alforjas.
En espera de las alegrías civilizatorias que nos pueda deparar el futuro inmediato, les recomendaré tres libros de viajeros de claras intenciones militares –las dos primeras, contra el imperio otomano– que, sin embargo, y a diferencia del tipo de información que se ha generalizado en nuestros días, son también ejemplares en el respeto y conocimiento del contrario, además de ser grandes obras en los tres casos: La embajada a Tamorlán (1406), de Ruiz González de Clavijo; El viaje de Turquía (1558), atribuido últimamente a López de Gómara o Bernardo de Quirós (el médico de Felipe II, no el dramaturgo del Siglo de Oro) y, por supuesto, ya que mencioné al principio a Andrés de Tapia, la imprescindible Historia verdadera de la conquista de Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo, que no se publicó hasta 1632. Al leerlos, se tiene la impresión de que no es su cultura política general la que está entre 600 y 400 años por detrás de la que juega con misiles nucleares, sino al revés. Menos mal que siempre habrá un Petrov decidido a salvar la canica azul.
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